En cierto sentido, el trabajo de Jacinta es directo. En la relación entre los modelos y la interpretación de su obra, quiere levantar un gesto político, una molestia, una crítica. Desde mi mirada, la poesía se amplifica en el procedimiento. En ese obsesivo modelado de la plasticina buscando transmutar en tinte, la artista fantasea con un proceso de metamorfosis como el de la oruga que será mariposa, el del alquimista que con plomo busca oro, o el del Siddhartha que se sentará en las faldas de un árbol hasta encontrar la verdad. Suena sobredimensionado, pero en el fondo del gesto insistente -que viene desmantelando las articulaciones de sus manos desde el primer día- se encubre la necesidad imperiosa de ser otra cosa. Es aquí donde se ensambla esta muestra: las plantas de interior emergen como alusión de una naturaleza salvaje, cuya domesticación no logra contener el anhelo de volver a un origen. Estoy pensando en las raíces aéreas de los Filodendros que dan la impresión de querer escapar de la maceta, en ellas reconozco la pequeña rebelión de Jacinta; bajo la maquinaria artística busca revertir su condición civilizada y derribar todo lo que esperábamos de ella, o lo que en algún pasado ella esperaba de sí misma.